El Dopaje Invisible: Cómo los SARM Amenazan la Salud, la Ética y la Sostenibilidad del Deporte

La luz del atardecer se filtraba a través de los grandes ventanales del gimnasio, bañando las máquinas y pesas con un tono dorado que suavizaba el frío metal. Desde la cafetería, Laura y Mario observaban el ir y venir de jóvenes deportistas, algunos concentrados, otros charlando entre risas. Había algo casi hipnótico en la repetición de sus movimientos, como si con cada repetición intentaran moldear no solo sus cuerpos, sino sus vidas.

Mario sostenía un vaso de cartón con café que apenas había tocado. Su mirada estaba fija en un póster en la pared, donde un culturista de músculos imposibles posaba bajo la frase “No hay atajos para la grandeza”.

—¿Sabes? —dijo Mario, rompiendo el silencio—. A veces me pregunto si alguien cree de verdad en frases como esa.

Laura, que giraba lentamente su taza entre las manos, levantó la vista con una leve sonrisa.

—¿Lo dices por lo que hablamos de los SARM?

Mario asintió, pero su mirada seguía clavada en el póster, como si buscara descifrar algo en él.

—Sí, justo eso. Pero, recuérdame… ¿qué eran exactamente? Siempre oigo hablar de ellos, pero quiero asegurarme de que lo entiendo bien.

Laura apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos, como quien se prepara para explicar algo delicado.

—Los SARM son moduladores selectivos de los receptores de andrógenos. Básicamente, son sustancias químicas que imitan los efectos de la testosterona o los esteroides anabolizantes. Se diseñaron originalmente para tratar enfermedades como la osteoporosis o la pérdida de masa muscular por la edad.

Mario asintió despacio, sus dedos tamborileaban suavemente sobre la mesa.

—¿Y por qué son tan populares?

—Porque prometen lo mismo que los esteroides: más músculo, más fuerza, menos grasa. Pero con menos efectos secundarios… o al menos, eso es lo que se dice. La realidad es que no son seguros, y lo que no sabemos sobre ellos podría ser aún peor. Aquí en España, están catalogados como medicamentos en experimentación, lo que significa que solo pueden usarse en contextos médicos supervisados.

Mario dejó el vaso en la mesa y cruzó los brazos, mirando hacia las máquinas de entrenamiento.

—Y aun así, llegan a estos chicos, ¿no? Redes sociales, suplementos contaminados, o incluso de boca en boca.

Laura suspiró.

—Exactamente. Y lo peor es que muchos ni siquiera saben lo que están tomando. Piensan que es un suplemento “seguro” porque no aparece en las etiquetas. Pero en realidad están poniendo en riesgo su salud y su carrera deportiva.

Mario observó a un grupo de adolescentes que bromeaban mientras se turnaban para levantar pesas. Sus rostros aún tenían algo de esa inocencia que se pierde con los años.

—Adolescentes… son los más vulnerables. No solo porque están en plena pubertad y su cuerpo todavía se está desarrollando, sino porque buscan validación, reconocimiento. Quieren resultados ahora, porque creen que si esperan será demasiado tarde.

Laura dejó su taza en el plato con un suave golpe, como si esa idea pesara demasiado.

—Y ese “ahora” les puede costar el futuro. Infertilidad, daños hepáticos, problemas cardíacos… todo por una victoria momentánea que podría arruinarles la vida.

Mario miró su café frío, como si algo en él reflejara la gravedad del tema.

—Pero no es solo eso. El dopaje destruye algo más que cuerpos. Destruye la confianza en el deporte. ¿Cómo puedes competir sabiendo que otros hacen trampas? ¿Cómo puedes mirar a tus compañeros o rivales y creer que todos están jugando limpio?

Laura asintió, pensativa.

—Es un golpe a los valores del deporte. Y eso afecta a todos, no solo a los que consumen estas sustancias. Los jóvenes que miran desde fuera empiezan a creer que no hay manera de competir sin recurrir a estos atajos.

Mario se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.

—Por eso es tan importante que todos nos impliquemos. Entrenadores, gestores, políticos… Cada uno tiene un papel en esto.

Laura lo miró con una expresión grave, pero cálida.

—Los entrenadores, por ejemplo, deberían ser los primeros en educar a sus deportistas sobre estos riesgos. Pero en algunos casos son los mismos entrenadores quienes ofrecen estas sustancias, como si fueran parte del camino hacia el éxito.

Mario asintió lentamente.

—Y los gestores deportivos, que tienen el poder de establecer normas dentro de los clubes y federaciones. Si no son firmes promoviendo valores éticos, el problema seguirá creciendo.

—Y los políticos —añadió Laura—. No solo para legislar, sino para liderar campañas educativas. Hace falta coordinación para asegurarnos de que el deporte, desde la base, esté libre de estas trampas.

Mario suspiró, mirando hacia la sala de entrenamiento.

—Es una cadena. Y si uno de estos chicos termina sancionado por dopaje, no solo pierde su carrera. Pierde también su confianza en sí mismo, y la gente pierde la confianza en el deporte.

Laura tomó un sorbo de café y miró a los jóvenes con detenimiento.

—Y desmotiva a quienes lo hacen bien. ¿Cómo puedes competir sabiendo que otros están haciendo trampas? Es injusto, y envía el mensaje equivocado: que el esfuerzo no importa, que lo único que cuenta es el resultado.

Mario dejó la taza en el plato con un suave golpe.

—Por eso tenemos que hablar más alto, llegar más lejos. Comunicadores, responsables de marketing… Todos tienen un papel.

Laura sonrió levemente, pero su sonrisa era más de determinación que de alegría.

—Es difícil vender la idea de que el éxito no necesita atajos. Pero ahí es donde entramos nosotros. Recordarles que el verdadero éxito es algo que puedes mirar de frente, sin tener que ocultarlo.

El silencio se asentó entre ellos, mientras la luz del día se apagaba lentamente. Afuera, la ciudad seguía su ritmo, pero en ese pequeño rincón del gimnasio, Laura y Mario sentían que habían hecho un pacto silencioso: seguir luchando por un deporte más limpio, más justo.

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